La cuestión es analizar si la institución eclesial está sirviendo para lo que se
supone que es su objetivo o finalidad. Hasta donde somos capaces de entender e
interpretar el Evangelio, hemos de constatar que la enseñanza de Jesús y la
práctica eclesial van por caminos diferentes y en direcciones distintas. El camino
que Jesús señala es el que sigue el Buen Samaritano, en dirección al hombre
herido al lado del camino, para socorrerle. El camino por el que la clerecía nos
quiere conducir es el del Templo, al que se dirigían el sacerdote y el levita de esa
parábola.
E
s decir
, J
esús vino a establecer el
R
eino de
D
ios
,
un reino que no sigue los
m
odelos
terrenales. Su enseñanza llama a sus seguidores a transformar la sociedad,
cuestionando las estructuras de poder y asumiendo las consecuencias de este
compromiso. Su misión no consistió en fomentar rituales y devociones, sino en
transmitir un mensaje de cambio profundo basado en la justicia y el amor.
El mensaje de Jesús deja claro que la verdadera autoridad se encuentra en el
servicio a los demás. En lugar de centrarse en los espacios de poder, como los
altares de los templos, el Evangelio nos enseña que Dios quiere que se le rinda
culto en las personas
m
ás vulnerables
:
los pobres
,
los enfer
m
os
,
los
m
arginados
,
los
inmigrantes, los discriminados, las mujeres maltratadas, los niños abandonados...
A lo largo de la historia, las iglesias cristianas, han desarrollado jerarquías que
han priorizado la liturgia sobre el compromiso social. Esta estructura clerical se
ha aliado con los poderes dominantes, obteniendo privilegios institucionales y
beneficios para su jerarquía. Sin embargo, estas dinámicas no reflejan el mensaje
original del Evangelio.
Además, la fidelidad al Evangelio no puede limitarse a la adhesión intelectual a
credos formulados en categorías filosóficas ajenas al mundo bíblico y al
horizonte vital de Jesús. El dogmatismo bizantino que aún impregna muchas
confesiones de fe y declaraciones doctrinales ha contribuido a encapsular el
mensaje liberador del Evangelio en fórmulas estériles, desconectadas de la
realidad del ser humano concreto. Este tipo de ortodoxia abstracta, más
preocupada por la precisión conceptual que por la praxis del amor y la justicia,
se convierte en un obstáculo más para la renovación evangélica de la Iglesia.
El verdadero cambio que Jesús propone exige una firme oposición a cualquier
forma de opresión y explotación. Implica rechazar las guerras, no respaldar a
quienes anteponen sus intereses privados al bien común y combatir las
desigualdades dentro y fuera de la Iglesia. Seguir este camino es ser sal de la
Tierra y luz del mundo. Este es el desafío que deberían asumir los concilios y
sínodos, estudiando acciones concretas para transformar la sociedad. Eso implica
asumir una auto-reforma eclesial que ponga su foco en la misión de la Iglesia y
no en discutir y negociar rangos y espacios de poder dentro de ella.